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Otra gota. Se para y escudriña su camisa y el pantalón
que supo estar limpio esa mañana. Zapatos mojados y con un tinte negro mezcla
de humedad, tierra y mugre. Hay tantas cosas que Joaquín siempre quiso saber y
sin embargo nunca les buscó respuesta. Esa gota, esa que le cayó desde el
quinto piso y le recordó que aunque llovizne hace calor, esas que
inevitablemente caen en la humanidad de los peatones, que cuentan con la lluvia
pero no con el sentimiento individualista de aquellos que prenden su aire acondicionado
y les son indistintas las gotas que podrán arruinar trajes de vestir, camisas
que otorgan más prestigio que comodidad. Se pregunta qué haría él con un
aparato como ese. Continúa la garúa de ritmo sostenido post-tormenta y algunos
siguen resguardándose bajo toldos verdes que lo cubren a uno de las gotas más
crueles, aquellas que precisamente caen en las mismísimas esquinas de ese
techo. “En definitiva el agua se seca”
piensa Joaquín lanzando insultos a una seguidilla de Jefes de Gobierno que no
nombra pero a los que responsabiliza de las baldosas flojas. Estar en Buenos
Aires en días de lluvia obliga a percibir con ojo de halcón, qué piso es
seguro; un paso en falso y otro pantalón y otros zapatos a la miseria.
Se detiene y piensa. Desde chico que le parece que la
lluvia tiene un toque depresivo y pensante, de reflexión; siempre le gustaron
esos momentos a solas: la lluvia y él, el agua y sus recuerdos. La plaza donde
podía estar largas horas pateando una pelota con completos desconocidos unidos
por el amor al esférico. Una madre inexorable que alimentaba la timidez de su
hijo dándole el gusto de preguntar ella si el nene podía jugar. Los juegos, la
hamaca, la estatua que nadie dejó de escalar y el tren al que tantas veces
saludó. Esas calles lo vieron nacer y lo hicieron crecer en compañía de
amistades eternas y cruzándose con pibes de su edad practicando sus primeros
robos.
Mirando la lluvia desde una ventana abierta recuerda todo
eso Joaquín. Ese, que a pesar de interminables esfuerzos por conservar su
nombre, terminó por llamarse “Joachim” (ioajim). Se pregunta si alguna vez
pegará el retorno definitivo, si dejará de mandarse correos con los amigos y
comenzará a hablar por teléfono, si podrá volver a ser esa persona impuntual y
despreocupada; volver a vivenciar esa relajación que marcaba su personalidad.
Porque en el famoso primer mundo será todo perfectito pero nadie te ceba unos
buenos amargos a la tarde del sábado. Falta espontaneidad, faltan impulsos
incontenibles, faltan risas y sobre todo abrazos; faltan sorpresas de cualquier
índole. Si hasta ya extraña lo impredecible de las calles un día de lluvia.
Ella sonríe haya sol o ganen las nubes. Sonríe e invita a
disfrutar. Soberbia muchas veces y creyéndose acreedora de ello. Nada es fácil,
nunca es fácil. Sonríe a pesar de derrumbes, masacres, accidentes provocados
por la impaciencia de quienes tanto la añoran. No la cuidan, lo sabe. No la
cuidan y sabe certeramente que cuidada sería la flor más bella en jardines del
olimpo. Paradójico suena que el cuidado no vaya de la mano con el cariño que le
guardan porque ¿Quién puede no quererla? Tonos verdes adornan recuerdos grises
de viejos enamorados.
Cuando la primer lágrima cae de las grietas de la piel de
Joaquín decide abrigarse. Luego de reprimir esas muestras de sensibilidad se
vio vencido y lo mejor será salir. Toma todos los recaudos y mira hacia afuera:
unos cinco alemanes aguardan en la puerta de un edificio que las líquidas
estacas bajen su intensidad como si fuera la tormenta más fuerte que vieron en
este milenio de apenas dos años. Recuerda a Buenos Aires. Simplemente toma un
piloto y sale a mostrar su valentía y prepotencia sudamericana; total él sabe
lo que es sufrir la lluvia y éstos no saben que son afortunados por mantener
sus zapatos sin la tierra de abajo de los pisos. Sale a caminar con sus
recuerdos y depresiones a cuestas y piensa en su Buenos Aires querido y cuándo
lo volverá a ver.