A juzgar por el nivel de oscuridad, la noche ya le había
puesto hacía un rato largo un manto delicado de terciopelo a un sol que se
negaba a retirarse. Aquel que habitó en nosotros durante toda la jornada y del
que sentíamos todavía su omnipresencia. El que habitó en nosotros durante toda
la jornada, los días ya transcurridos, y se proponía continuar en nuestra
historia a la par. La cortina blanca no cubría por completo la ventana y a través del hueco que dejamos por olvidar la
persiana alta se veían las estrellas que en vano se proponían iluminar la noche
con olor a lluvia. La oscuridad primaba en el cuarto pero yo te veía. Yo te
miraba. Te apreciaba. Llegaba una vez más a la conclusión que llego cada día de
mi vida: “No puedo creer que esta mujer me haya elegido a mí”.
La
brisa nocturna ambientaba la situación poéticamente. De haber tenido un papel y
una birome cerca habría escrito la historia de amor más hermosa jamás contada.
La veía en tus ojos ahora cerrados y parsimoniosos. En la lírica de tu cuerpo armonioso
en su totalidad. En mi recuerdo de tus te amos y tus sonrisas sin fin. En mi
recuerdo de los dos amantes en cuerpos desnudos acostados sobre tus blancas
sábanas mirándose mutuamente absortos. Sin posibilidad de emitir sonido, sin
posibilidad de adjudicarle un sentimiento, una palabra a todo lo que sucedía
ahí. Miradas que se cruzaban incrédulas, felices e idílicas. Enamorados.
Y
en algún momento pensé en pedirte perdón. Allá por los comienzos. Cuando pensé
que eras todo lo que mis ojos veían. Ingenuidad en su máxima expresión. Si tu
imagen hubiera encallado en ese momento quizás hoy no estaría mirándote en la
oscuridad y sintiendo que el corazón me pide a gritos salir para ir con su
verdadera dueña. Si aquella vez te hubiera pedido perdón, hoy debería
escribirlo en el cielo por todos los instantes que te arrebato. Por cada tarde
juntos, cada mañana abrazados, cada noche de amor. Te observo en la noche y me
pierdo en tus detalles. En tu cuerpo, tu rostro y las palabras que cada día me
regalás. Allí por fin concluyo en que no puedo escribir tal historia que me
proponía. Que ya se escribirá en el aire a medida que pasemos los años tomados
de la mano y cuidando nuestros corazones. Mutuamente.
Me
alejo unos milímetros para contemplarte con mayor amplitud y confirmar una
belleza que no precisa confirmaciones ni reconocimientos. Que se sabe belleza,
que se sabe afrodisíaca e interminable. Es entonces cuando en mi rostro quizás
aún un poco dormido se dibuja una sonrisa, pienso en todo lo que te amo, te doy
un suave beso en la mejilla, pongo mi brazo por sobre tu cuerpo y vuelvo a
dormir.
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