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14 de Mayo, 2014 · General

La vuelta

            Un día más en la tranquilidad de su verde. Definitivamente no añora los tiempos de caos en la urbe. Aún no ha amanecido pero sabe que pronto lo hará. Se lo dijo su abuelo una vez. Le indicó cómo con cada uno de sus sentidos podría percibir la “Dämmerung”, como él simplificaba ocaso y alba en una sola palabra de su tierra natal. Recuerda esos días sentado en el pasto contemplándolo a él, mate de por medio y mirada al horizonte. Con la enseñanza de la experiencia le contaba que usualmente la gente utiliza la vista para descifrar los cambios en el día, pero que, si se está muy atento y con la paz interior suficiente, cada sentido le anticiparía esos momentos únicos que se dan solamente cada 24 horas. Que el rocío en el pasto, que el canto de las aves, que la frescura del sol ingresando por la nariz.

            La vorágine capitalista y consumista lo obligó al desarraigo, lo obligó a partir y reemplazar el césped por el cemento y el alquitrán. Pero hoy es distinto. En busca de la paz interior, que tanto auguraba aquel viejo sabio, retornó a sus raíces, al lugar donde hay raíces, a los pastos donde lo oía durante interminables horas hasta que el crepúsculo se hacía sentir con tal magnitud que solamente la caprichosa luna permitía que se vean las caras ¿Pero qué hubiera sido de ella sin sus secuaces? Infinitas estrellas secundaban la marcha del círculo blanco y evidenciaban que no estaba solo en su cruzada. Quizás eran esas leales cómplices lo que más extrañaba de esas tierras donde aprendió a reír, a llorar, y por supuesto, a amar. Luego de años viviendo en la capital no logró una sola vez contemplar el cielo en su mayor expresión, el cielo real. Aquel que no precisa del sol para iluminarse, el que de noche simplemente baja un poco la intensidad de su luz, se torna tenue, romántico, lírico. Los autos esporádicos en la ruta le indican que aún continúa en un mundo con otros seres alrededor pero eso no lo intranquiliza. No pierde su serenidad por eventuales pasajeros apurados por alcanzar los lugares donde al llegar seguirán corriendo, dándose prisa. Pasajeros a los que su histrionismo no les permitirá considerar la vida con fidelidad a ella, haciéndole honor.

            Permanece sentado. Justamente en el mismo lugar donde escuchaba a su abuelo durante horas. Sin embargo, hoy, 43 años después, en su vuelta a su nido decide no mirar en dirección a la silla, sino al horizonte. Lo emula. Intenta ver como vio él. Intenta sentir como sintió él. Intenta desprenderse de todos sus pensamientos y entregarse a la voluntad de los grillos que no cesan, de las lampíridas hembras intentando atraer a los machos que por ahí acompañan. Y poco a poco observando el horizonte y a sus compañeros de la noche comienza a comprender el por qué de la sabiduría de aquel viejo que parecía hasta entender la causa de la vida y de la muerte. Siempre seguro, siempre audaz e informado acerca de las variadas temáticas que el nieto podría proponerle. Se mostraba firme ante todo, capaz de abatir cualquier desafío. Tal vez por eso Fernando no se dio los días necesarios para acompañarlo en el tramo final. Y aún se lamenta y se tortura y se odia y se odia y se odia. Lucrar, recibir papeles, recibir cobres, hacerse pasar por prestigioso, poderoso, y elegante fueron su prioridad y aquí está ahora. Sentado. Justo en el mismo lugar donde se sentaba a escucharlo a él. La primera lágrima no se hace esperar. Como cada vez que le otorga unos minutos de su tiempo. Se pregunta si algún día se perdonará no haber podido estrecharle la mano. Y sigue con la frialdad ¿Estrecharle la mano? ¡Abrazarlo! Abrazar a ese hombre calvo desde los primeros recuerdos y decirle todo lo que fue para él. Lo que es para él. Que determinó su vida, que la determina día a día aún sin estar corporalmente. Si ni siquiera su fallecimiento fue en vano. Fue exactamente ese punto en la línea de tiempo personal de Fernando el que lo sepultó en la miseria. Una miseria que ya no era solamente humana, sino que ahora también era económica. Sin embargo llegó a tiempo para rescatar a lo poco que quedaba de persona en él y lo trajo de nuevo acá, a la superficie que compartió con él. Al lugar donde le expresó su cariño por última vez a su abuelo. Sin palabras, es verdad, pero seguro lo percibía. Porque cualquiera percibiría un amor tan inmenso, una admiración tan descomunal reflejada en ojos de ilusión. Y más su abuelo que todo lo sabía. Por suerte su pobreza económica llegó en el momento justo antes de que muera lo que quedaba de su alma y le mostró lo verdaderamente importante en la vida. Por supuesto que sus antiguos amigos lo recibieron con los brazos abiertos, sin rencores. Así es la gente del campo. Quizás por una característica sobrenatural innata entienden más los alejamientos, las distancias. Comprenden los distintos caminos que las personas intentan abrirse y cuando regresan no las juzgan. Las quieren, las protegen, les hacen sentir que todo va a estar bien. Y va a estar bien. Porque los que retornan descifran a la brevedad que las preocupaciones del mundo consumista son banales, triviales. Que el sentido de la vida se explica en las personas y sus sentimientos, sus sonrisas y sus besos.

            Y ahí está sentado Fernando. Mirando el horizonte. Pensando en ese abuelo que no pudo despedir. Recordando todas las tardes que pasó junto a él. Y tal vez si no hubiera estado enceguecido habría aprovechado más sus años experimentados, lo habría valorado más, o mejor dicho, le habría demostrado más su aprecio. Tantas cosas perdió Fernando en el camino. No deja tampoco de recordar a Lurdes, aquella muchachita que sufrió la encrucijada en la que él creía encontrarse: “mi carrera profesional o ella”. Poco le importó que ella hubiera dejado todo por él. Se fue de la casa de sus padres a la gran ciudad argumentando que estaba siguiendo el sueño de su vida. Que siempre quiso ser abogada para corregir esta sociedad injusta y cruel. Él sabía que de todo eso la única realidad era la de seguir el sueño de su vida. Casarse y tener hijos con el amor de su infancia. Sobre todo fue bastante elocuente cuando no pudo pasar el ciclo básico pero permaneció en Buenos Aires mintiéndoles constantemente a sus padres acerca de su éxito académico.  Y a la hora de tomar una decisión el billete pudo más.

            Así está ahora. Así mira el horizonte. Solo. Sin su abuelo, sin su novia, solo. Se dejó llevar por el torbellino del éxito y lo perdió todo sin siquiera saberlo. Al menos le queda algo de humanidad. Por lo menos todavía entiende que se arrepiente de su accionar. Por lo menos mira el horizonte en el campo y al escuchar a los grillos y ver a las lampíridas se arrepiente por haber perdido la paz interior que le permitiera anticipar el alba y el ocaso. Mira el horizonte que alguna vez miró su abuelo al conversar con él durante horas, contándole absolutamente todo, evacuando todas sus dudas, explicándole por qué una persona es más feliz cuando ama que cuando tiene. No supo escuchar el mensaje. O tal vez sí lo supo escuchar pero su memoria lo traicionó y se dejó llevar.

            Allí está Fernando. Sentado exactamente en el mismo lugar donde solía sentarse para escuchar a su abuelo hasta que solamente la luna y las estrellas les permitieran verse las caras. Ahora es él el que mira al horizonte. Ahora es él el que piensa y reflexiona. El que recuerda hechos del pasado, el que se lamenta. El que piensa en Lurdes y lo feliz que lo hacía cuando lo obligaba a abstraerse del mundo mediante besos interminables y pasiones de cama que acababan con los tiempos. El que piensa en el viejo sabio. El viejo que siempre todo lo supo, que siempre lo guió pero al que fue incapaz de acompañar en sus últimos días, cuando poco a poco se iba, cuando más lo necesitaba, cuando más necesitaba su abrazo y su te quiero.

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publicado por guidor88 a las 10:33 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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