Un día más en la tranquilidad de su
verde. Definitivamente no añora los tiempos de caos en la urbe. Aún no ha
amanecido pero sabe que pronto lo hará. Se lo dijo su abuelo una vez. Le indicó
cómo con cada uno de sus sentidos podría percibir la “Dämmerung”, como él simplificaba ocaso y alba en una sola palabra
de su tierra natal. Recuerda esos días sentado en el pasto contemplándolo a él,
mate de por medio y mirada al horizonte. Con la enseñanza de la experiencia le
contaba que usualmente la gente utiliza la vista para descifrar los cambios en
el día, pero que, si se está muy atento y con la paz interior suficiente, cada
sentido le anticiparía esos momentos únicos que se dan solamente cada 24 horas.
Que el rocío en el pasto, que el canto de las aves, que la frescura del sol
ingresando por la nariz.
La vorágine capitalista y consumista
lo obligó al desarraigo, lo obligó a partir y reemplazar el césped por el
cemento y el alquitrán. Pero hoy es distinto. En busca de la paz interior, que
tanto auguraba aquel viejo sabio, retornó a sus raíces, al lugar donde hay
raíces, a los pastos donde lo oía durante interminables horas hasta que el
crepúsculo se hacía sentir con tal magnitud que solamente la caprichosa luna
permitía que se vean las caras ¿Pero qué hubiera sido de ella sin sus secuaces?
Infinitas estrellas secundaban la marcha del círculo blanco y evidenciaban que
no estaba solo en su cruzada. Quizás eran esas leales cómplices lo que más
extrañaba de esas tierras donde aprendió a reír, a llorar, y por supuesto, a
amar. Luego de años viviendo en la capital no logró una sola vez contemplar el
cielo en su mayor expresión, el cielo real. Aquel que no precisa del sol para
iluminarse, el que de noche simplemente baja un poco la intensidad de su luz,
se torna tenue, romántico, lírico. Los autos esporádicos en la ruta le indican
que aún continúa en un mundo con otros seres alrededor pero eso no lo
intranquiliza. No pierde su serenidad por eventuales pasajeros apurados por
alcanzar los lugares donde al llegar seguirán corriendo, dándose prisa.
Pasajeros a los que su histrionismo no les permitirá considerar la vida con
fidelidad a ella, haciéndole honor.
Permanece sentado. Justamente en el
mismo lugar donde escuchaba a su abuelo durante horas. Sin embargo, hoy, 43
años después, en su vuelta a su nido decide no mirar en dirección a la silla,
sino al horizonte. Lo emula. Intenta ver como vio él. Intenta sentir como
sintió él. Intenta desprenderse de todos sus pensamientos y entregarse a la
voluntad de los grillos que no cesan, de las lampíridas hembras intentando
atraer a los machos que por ahí acompañan. Y poco a poco observando el
horizonte y a sus compañeros de la noche comienza a comprender el por qué de la
sabiduría de aquel viejo que parecía hasta entender la causa de la vida y de la
muerte. Siempre seguro, siempre audaz e informado acerca de las variadas
temáticas que el nieto podría proponerle. Se mostraba firme ante todo, capaz de
abatir cualquier desafío. Tal vez por eso Fernando no se dio los días necesarios
para acompañarlo en el tramo final. Y aún se lamenta y se tortura y se odia y
se odia y se odia. Lucrar, recibir papeles, recibir cobres, hacerse pasar por
prestigioso, poderoso, y elegante fueron su prioridad y aquí está ahora.
Sentado. Justo en el mismo lugar donde se sentaba a escucharlo a él. La primera
lágrima no se hace esperar. Como cada vez que le otorga unos minutos de su
tiempo. Se pregunta si algún día se perdonará no haber podido estrecharle la
mano. Y sigue con la frialdad ¿Estrecharle la mano? ¡Abrazarlo! Abrazar a ese
hombre calvo desde los primeros recuerdos y decirle todo lo que fue para él. Lo
que es para él. Que determinó su vida, que la determina día a día aún sin estar
corporalmente. Si ni siquiera su fallecimiento fue en vano. Fue exactamente ese
punto en la línea de tiempo personal de Fernando el que lo sepultó en la
miseria. Una miseria que ya no era solamente humana, sino que ahora también era
económica. Sin embargo llegó a tiempo para rescatar a lo poco que quedaba de
persona en él y lo trajo de nuevo acá, a la superficie que compartió con él. Al
lugar donde le expresó su cariño por última vez a su abuelo. Sin palabras, es
verdad, pero seguro lo percibía. Porque cualquiera percibiría un amor tan
inmenso, una admiración tan descomunal reflejada en ojos de ilusión. Y más su
abuelo que todo lo sabía. Por suerte su pobreza económica llegó en el momento
justo antes de que muera lo que quedaba de su alma y le mostró lo
verdaderamente importante en la vida. Por supuesto que sus antiguos amigos lo
recibieron con los brazos abiertos, sin rencores. Así es la gente del campo.
Quizás por una característica sobrenatural innata entienden más los
alejamientos, las distancias. Comprenden los distintos caminos que las personas
intentan abrirse y cuando regresan no las juzgan. Las quieren, las protegen,
les hacen sentir que todo va a estar bien. Y va a estar bien. Porque los que
retornan descifran a la brevedad que las preocupaciones del mundo consumista
son banales, triviales. Que el sentido de la vida se explica en las personas y
sus sentimientos, sus sonrisas y sus besos.
Y ahí está sentado Fernando. Mirando
el horizonte. Pensando en ese abuelo que no pudo despedir. Recordando todas las
tardes que pasó junto a él. Y tal vez si no hubiera estado enceguecido habría
aprovechado más sus años experimentados, lo habría valorado más, o mejor dicho,
le habría demostrado más su aprecio. Tantas cosas perdió Fernando en el camino.
No deja tampoco de recordar a Lurdes, aquella muchachita que sufrió la encrucijada
en la que él creía encontrarse: “mi carrera profesional o ella”. Poco le
importó que ella hubiera dejado todo por él. Se fue de la casa de sus padres a
la gran ciudad argumentando que estaba siguiendo el sueño de su vida. Que
siempre quiso ser abogada para corregir esta sociedad injusta y cruel. Él sabía
que de todo eso la única realidad era la de seguir el sueño de su vida. Casarse
y tener hijos con el amor de su infancia. Sobre todo fue bastante elocuente
cuando no pudo pasar el ciclo básico pero permaneció en Buenos Aires
mintiéndoles constantemente a sus padres acerca de su éxito académico. Y a la hora de tomar una decisión el billete
pudo más.
Así está ahora. Así mira el
horizonte. Solo. Sin su abuelo, sin su novia, solo. Se dejó llevar por el torbellino
del éxito y lo perdió todo sin siquiera saberlo. Al menos le queda algo de
humanidad. Por lo menos todavía entiende que se arrepiente de su accionar. Por
lo menos mira el horizonte en el campo y al escuchar a los grillos y ver a las
lampíridas se arrepiente por haber perdido la paz interior que le permitiera
anticipar el alba y el ocaso. Mira el horizonte que alguna vez miró su abuelo
al conversar con él durante horas, contándole absolutamente todo, evacuando
todas sus dudas, explicándole por qué una persona es más feliz cuando ama que
cuando tiene. No supo escuchar el mensaje. O tal vez sí lo supo escuchar pero
su memoria lo traicionó y se dejó llevar.
Allí está Fernando. Sentado
exactamente en el mismo lugar donde solía sentarse para escuchar a su abuelo
hasta que solamente la luna y las estrellas les permitieran verse las caras.
Ahora es él el que mira al horizonte. Ahora es él el que piensa y reflexiona.
El que recuerda hechos del pasado, el que se lamenta. El que piensa en Lurdes y
lo feliz que lo hacía cuando lo obligaba a abstraerse del mundo mediante besos
interminables y pasiones de cama que acababan con los tiempos. El que piensa en
el viejo sabio. El viejo que siempre todo lo supo, que siempre lo guió pero al
que fue incapaz de acompañar en sus últimos días, cuando poco a poco se iba,
cuando más lo necesitaba, cuando más necesitaba su abrazo y su te quiero.
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