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Mirarte a los ojos fue quizás mi
primer error. Te sonreí con la mirada y vos tal vez por un simple acto-reflejo
me devolviste una sonrisa tan brillante que hasta a astrólogos podrías haber
hecho dudar de su profesión. Fueron segundos o ni siquiera eso, pero como
aquella imagen de un pequeño hombre derrotando, humillando a todo un pueblo
luego de que siete de ellos no puedan derribarlo, se me quedó grabado en un
disco rígido imposible de formatear. Como cosas de la vida podrían minimizarlo
algunos. Sucesiones de hechos uno tras otro por relaciones infinitas de
causa-consecuencia. Pero esa sonrisa era distinta. No podía entrar en la simple
generalización en que recaen vanos e insulsos actos. Como para enmarcarla, mirá
lo que te digo. Y ahora no hay vuelta atrás, claro. Lo ignorado se cruzó en el
camino de mis pupilas y sabiendo que existía ya no podría dormir más. Siempre
me pregunté si estas cosas cautivarían a otros ojos también. En realidad no lo
dudo pero querría saber si el efecto siempre es el mismo.
Observarte
con tanto detenimiento me hizo caer en la cuenta de que tu soporte, la mano que
a palma abierta sostiene la obra de arte más bella jamás pintada, genera lo que
muchos creerían imposible: darte un aire aún más encantador que el que a todos
lados te acompaña. Desparramando dulzura a paso firme con una suavidad color
celeste caminás tus días sin darte por enterada que iluminás los caminos que
otros después van a andar y seguro van a saber que pasaste por ahí. Si mi
primer error fue mirarte a los ojos, el segundo fue hacerlo de nuevo. Si fue
para confirmar la ilusión que había creído ver lo logré, si fue simplemente por
placer también mi cometido estaba cumplido. Con tan solo un cuarto de tu
belleza creo que alcanzaría hasta para que mis viejos se vuelvan a juntar y
quizás en un atropello de tu angelical imagen hasta se volverían a querer. Y
todo simplemente por tu eterna mirada y tu andar.
Te levantaste y supe que era ahí
o nunca. Yo todavía no había pagado, mi cuaderno seguía abierto y confieso que
siempre odié dejar ideas a medio terminar. Así como comienzo con la escritura
pretendo terminarla en ese mismo momento, sin previamente haber cerrado el
cuaderno. Ésta era una situación especial de todos modos, pero entre mi titubeo
y la poca convicción que caracterizan y caracterizaron mis 25 años de
existencia logré contemplar tu acto de salida hasta en su más mínimo detalle.
Corriste la silla y sabías que muchos te estábamos admirando, sin embargo como
un girasol en la noche no dejaste de mirar hacia abajo ignorando todo lo que te
rodeaba, sean estrellas o nubes. Tomaste tu abrigo y en un solo movimiento le
agradeciste y saludaste al mozo y vi cómo desparecías por la puerta. No sé si
fue por lo anonadado que estaba pero hoy en día sigo jurando que el tiempo se
frenó durante tan divino acto como lo fue tu andar. Los autos dejaron de
correr, la gente de caminar y nadie se percató que todas las luces del mundo
estaban apagadas, que tu brillo iluminaba hasta los rincones más oscuros.
Con
los ojos todavía algo entrecerrados y sin tener la certeza de estar
verdaderamente despierto apreté el primer botón que encontré en mi desesperada
búsqueda por cortar el sonido del celular. Nunca me fue de lo más grato
levantarme tan temprano un lunes pero siempre fui consciente de las
obligaciones asumidas. Los 20 minutos más tarde que había programado el
despertador la noche anterior fueron un vano intento por apaciguar mi
cansancio, que se vio secundado en la búsqueda de mi mal humor por la
infaltable suciedad de mi cocina: ni una sola cucharita que no repose en la
pileta y las seis tazas – obviamente todas utilizadas por el bebedor de café
empedernido de ese hogar – con el agua marrón clara de aspecto sucio hasta el
tope. Al ver esa imagen nadie me hubiese creído que hacía meses nadie me
visitaba. Con la valentía que me caracteriza emprendí mi enfrentamiento contra
la vajilla y aquellos bichos pequeños que de a poco me iban ganando el
departamento.
El
infaltable cigarrillo de camino al trabajo tiñó de melancolía esa mañana de
pisos marrones y amarillos crujientes de otoño. Nada nuevo. La depresión
aparece y desaparece a piacere en mi vida, no siempre otorgando excusas
válidass para su llegada y posterior estadía. Difícil fue o hubiese sido no
sorprenderme ante tan caótico escenario encontrado en la oficina a esos
horarios propios de quienes merecen dos feriados por el día del trabajador. 7
de la mañana y la vieja Marnídez ya encontraba razones para subir el volumen
con el siempre derivador de responsabilidades Garnier. Por supuesto. El primero
que cruzara por los cuatro ojos expectantes sería quien sufra las
consecuencias. Con el poco humor que me quedaba miré sarcástico la fecha para
continuar mi larga e infructífera lucha contra las creencias religiosas y el
escepticismo: no es martes 13; punto para mí.
Las
4 de la tarde se hicieron esperar como nunca antes pero lograron mi momento de
felicidad mayor: el período más largo hasta volver a ese escritorio al día
siguiente. Cuando me voy recuerdo siempre por qué sigo ahí. Las diez cuadras
hasta mi casa no son rival digno para mis ganas de caminar y en Villa Urquiza a
esa hora no circula demasiada gente. El caos escolar se ve venir y ya son
varios los vehículos estacionados en doble fila que entorpecen el tránsito pero
las bocinas no llegan a producir ni la mitad de los ensordecedores ruidos del
Microcentro. Escuela Nacional Nº9. Siempre que paso por su puerta me inunda la
angustia por esos niños. La formación cada vez es peor y en la casa no creo que
ayuden mucho; me atrevería a decir que esos pibes de la puerta acortándose la
vida con alquitrán no llegan a los 14 años. A los 17 fumé mi primer cigarrillo
entre ansiedades, nervios y tristezas: el mismo día que se separaron. Por eso
al transitar esas calles no puedo dejar de darme aires de sociólogo y concluir
que debido a la cada vez más temprana separación de los padres, las empresas
tabacaleras ganan la batalla en una edad menor. A los 17 se separaron pero
siempre me atormentó el sentimiento de que desde mis 11 más o menos ya no se
toleraban pero siguieron por mi bien, o al menos creyendo eso.
Abrí
la puerta del departamento abstraído y sólo mis concubinos corriendo en todas
direcciones en busca de refugio en la cocina lograron hacerme aterrizar
nuevamente en el mundo real. Pro primera vez luego de meses de convivencia me
quitaron las ganas de permanecer ahí y tomar mi café diario frente a la
ventana. Principio de mes, eso me habilita a mimarme fuera de casa también; no
me cambié y emprendí camino hacia la confitería no sin antes prender un
cigarrillo. Algunas cuadras tuve que caminar. Aquellas confiterías en esquinas
de avenidas no eran mi estilo; todo muy iluminado, brilloso y con el aspecto
moderno que lo invita a uno a irse apenas llegó. A mitad de cuadra cruzando
Colodrero encontré un sucucho que parecía no haberse enterado de las
privatizaciones salvajes, la globalización y todo lo que conllevó para la
Argentina que durante la década del 90 podamos viajar todos a Miami y ser cool.
Las ocupadas ventanas me obligaron a investigar un poco más de ese lugar con la
iluminación justa para poder escribir un nuevo cuento en mi obsesión. Siempre
me pareció de lo más relajante y placentero la escritura pero me conduce a la
autoexigencia personal de no dejar las ideas inconclusas: lo que empiezo a
escribir cuando pido el cortado en jarrito con una medialuna, lo finalizo antes
de pedir la cuenta para ya tener el cuaderno cerrado y el cuento terminado.
Si
habrá sido porque desgraciadamente – o afortunadamente – no tenía azúcar en mi
mesa o, porque sentí que una luza no artificial iluminaba lo que en un
principio catalogué como una cueva, no lo sé pero justo en ese instante en que
corrió una brisa suave arrastrando las pocas hojas que le quedaban al árbol de
afuera te vi. Mirabas por la ventana como quien espera la lluvia para irse a
dormir, una espera placentera y atenta pero en abstracción. Te vi y no pude
dejar de mirarte. Indefectiblemente debí abandonar mi escritura porque ésta no
era una mera distracción; era lo que todavía en mis días sigo pensando como la
mujer más hermosa del mundo. De una belleza espléndida, radiante pero una
sencillez digna de quien no es consciente lo que genera en su entorno. Nada de
eso, la humildad se reflejaba en tu rostro, así como en el mio debía ser
evidente la falta de palabras para definir las sensaciones que me acosaban. Mi
taza se fue vaciando pero siempre con mi mirada absorta en vos hasta ese
momento en que las palabras dejaron de faltarme; las palabras comenzaron a
sobrar, caían en cantidades, de una manera que hasta quizás parecían carecer de
valor a pesar del sentimiento que acarreaban. Millones de líneas pude escribir
sobre ese momento, ese punto de inflexión en que nuestras pupilas se cruzaron.
Mirarte a los ojos fue quizás mi primer error. Te sonreí con la mirada y vos
tal vez por un simple acto-reflejo me devolviste una sonrisa tan brillante que
hasta a astrólogos podrías haber hecho dudar de su profesión.