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14 de Septiembre, 2010
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A
Salvador Nicolás Moliño le gustaba que le dijeran “Nico”. Su primer nombre no
sólo le resultó siempre anticuado por de más, sino que también argumentaba no
querer ser llamado como un país y menos como el técnico emblemático de su
archienemigo el pincha. De todos modos se consideraba un amante del fútbol en
general y no demostraba fanatismo asérrimo por ninguna institución. Su fuerte
era el juego a decir verdad. Nico era de esos que antes de que le llegue la
pelota ya sabía qué iba a hacer. Su primera opción siempre era el pase y buscar
la devolución, un tipo funcional. Nico falleció el 18 de julio de 1994, pero
eso no es lo que quiero contar.
Salvador
Nicolás Moliño era un amante de la mujer. Las tenía siempre en un pedestal y no
dudaba en afirmar que eran los seres más bellos del universo. Su respeto hacia
ellas era digno de una ovación de pie. Para quitarse el sombrero y apreciarlo
con emoción y ojos vidriosos. Esto no significa bajo ningún punto de vista que
Moliño haya sido un mujeriego. Siempre hizo hincapié en la eterna belleza de
las mujeres pero su respeto y amor le impedían fijarse en otra que no sea Sofía
Lucila Schreiber. De cabellos rubios y ojos de verano, le hacía honor a la
procedencia de su apellido. Su timidez y bajo perfil eran llamativos en una
mujer de su edad y sus características. Desde que Lucila entró al colegio aquel
8 de marzo, Nico supo que esa mujer lo iba a iluminar por el resto de sus días.
La cortejó todo lo que pudo pero en la medida justa, la conquistó y la amó
hasta el 18 de julio de 1994 cuando inconcientemente se llevó un amor más
grande que aquella explosión asesina, y un pedazo de su vida. Al principio no
le fue nada sencillo. Ella era una señorita y no se consideraba en edad de
comenzar nada con nadie y es cierto, tenía 14 años. Pero no los 14 años de hoy,
los de ayer. Aquellos en que nadie era un santo, como se suele decir, pero que
sin dudas eran menos precoces que la preadolescencia actual. No tardó mucho,
sin embargo, en dar el brazo a torcer. La persistencia y dedicación de Moliño
terminaron por enamorarla y comenzaron un noviazgo plagado de sentimientos
coherentes entre sí. Las salidas eran más bien simples. La primera de ellas fue
una función de cine de la que Sofía Lucila Schreiber todavía tiene las entradas
como complemento de un recuerdo imborrable. Su felicidad era sumamente visible
y pasaban días de amaneceres sobre el mar. En poco tiempo forjaron un amor al
que muchos nunca llegarán, porque era amor de verdad, sincero y sin límites.
Comprendieron al cabo de cinco meses cómo complementarse mutuamente y a los
siete ya eran inseparables. Se notaba a la legua que la vida de cada uno estaba
compuesta por dos seres. Ambos conformaban la vida de Sofía Lucila Schreiber
por un lado y la vida de Salvador Nicolás Moliño por el otro.
Numerosas
anécdotas brindó también esa relación; como el día en que Nico conoció a Martin
Schreiber. Su nombre alemán fue transformado en la primaria rápidamente al
español y todos le llamaron – y le llaman hoy en día – Martín. El padre de
Lucila se sentó en la cabecera y no dejó lugar a dudas de que en esa mesa
mandaba él y si formulaba alguna pregunta, la respuesta debía realizarse sin
titubeo alguno. La cena transcurrió entre risas y Nico procuró comer poco y
reírse lo justo y necesario. Pocas veces se evocó su palabra y cuando se lo
hizo fue para sacarle un poco de su timidez y nerviosismo; Martin no era tan
terrible de todos modos. Autorización mediante se quedó un rato más en la casa:
se sentaron en el sillón, pidieron helado y miraron una película; una de las
tantas noches soñadas. Se fue a su casa a las cuatro de la mañana con una
sonrisa dibujada de oreja a oreja. Imborrable fue ella durante toda esa noche.
Con ojos enamorados se fue a dormir esa noche sabiéndose el hombre más feliz
del mundo.

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Exactamente
un año y dos meses de novios disfrutaron juntos entre risas y llantos,
felicidades y tristezas. El 18 de mayo de 1993 marcó la vida de ambos y todos
los 18 de mayo siguientes hicieron reinar en ella una angustia profunda e
inllevable. Tuvieron sus peleas como toda pareja normal pero se amaban como
nadie. Era evidente que cada uno se desvivía por el otro. Moliño no dejaba un
segundo de pensar en los rasgos perfectos de su novia, aquella que lo iba a
acompañar hasta que la muerte los separó. Ninguno de los dos sabía seguramente
la magnitud que iba a adquirir la relación, aunque de Nicolás era sospechable.
Cada mirada dirigida a su amada desde el primer día en que la vio fue una
mirada de ilusión, estaba entregado a su corazón. Contra viento y marea y
recorriendo cielo y tierra se las ingenió para despertar un mínimo sentimiento
en ella que luego transformaría en amor, él lo sabía y así fue. No tardó en cautivarse
y maravillarse ante su novio, esa niña de risas vergonzosas y dulces. La
especialidad de él eran las sorpresas. Solía decir que le encantaba
sorprenderla porque era allí cuando veía sus sonrisas más sinceras. Sonrisas
que nacían de una mueca seria para no borrarse jamás. Sonrisas no esperadas.
Sonrisas que rompían con el libreto. Esas sonrisas que le salían del alma y no
las podía ocultar, que se veían reflejadas en sus ojos acompañadas de emoción y
agua de lágrimas. No se podían actuar, eran honestas y profundas.
Siempre
con debida anticipación pensaba cuál podría ser el próximo paso para lograr eso
que tanto buscaba. La horizontalidad de su boca con leve inclinación hacia
arriba era el objetivo de Nico y todo su actuar era en función a eso. Sus
amigos sabían que así era y lo tildaban obviamente de “pollerudo”. Pero a él no
le importaba, él amaba a esa mujer como a nada en este mundo y daba la vida por
ella. Era su princesa, su razón de ser, el motor de sus días. No tardó nada en
hacerse “Lucila-dependiente” , como le gustaba llamarlo, y debido a ello se lo
veía feliz tanto con soles como con lluvias. Era su vida, él lo sabía y ella
también.
El
17 de julio de 1994 se decidió por sorprenderla con algún regalo en una de esas
fechas que para ellos ya era monótona: el mes. Con suma dedicación pensó
arduamente en qué sería lo mejor, cuál sería aquella sorpresa que ella no
esperaba. Tras largas horas de reflexión concluyó por la sencillez. De manera
completamente inesperada llegaría a las 13:15 a la puerta del consultorio de su
psicólogo, quien sin saberlo a partir de ese día tendría más trabajo que nunca;
de hecho nunca llegaría a abarcarlo todo y la vida de Lucila se desmoronaría
abruptamente. 13: 15 estaría aguardando de la vereda de enfrente para sorprenderla
con un ramo de margaritas. Esas blancas como espuma de mar que tanto le gustan
a ella. Con un corazón amarillo y numerosos pétalos, que quizás otras cortarían
para saber si su amor las quiere “o no me quiere”, pero ella no. Ella sabe que
él la ama, no le hace falta. Llegaría con un ramo de margaritas preciosas
dentro de ese frío invierno que comenzaba a doler, esperaría enfrente, ella
saldría y no se percataría de su presencia. Iba a caminar con decisión hacia la
calle por donde pasa su colectivo pensando que tal vez se verían ese día,
después de todo era 18. Él llegaría desde la otra vereda y la sorprendería con
el ramo alzado y diciéndole una vez más aquello que incansablemente le repite y
no se cansa de pronunciar y ella no se cansa de escuchar y lo extrañará
horrores cuando ya no esté: te amo. La sonrisa que se dibujaría en su rostro
sería aún más grande que la que tenía Nico mientras lo pensaba, seguro.
El
18 de julio de 1994 Nico se encaminaba por Pasteur al 600 hacia el consultorio
del Psicólogo de su novia. Nunca llegó. Llevaba orgulloso el ramo, sonreía a
sabiendas de lo que eso produciría en Lucila y escuchaba música con una eterna
felicidad. No se dio cuenta de cuándo se fue, así como tampoco sabe ni sabrá
cómo. Las más de 200 personas que corrieron su suerte tampoco lo sabrían nunca.
Lo único que supo en ese momento y sabe todavía al igual que Lucila, es que con
él se llevó un pedazo de su vida, de su corazón y de su alma. Que ella ya no
sonríe como a él tanto le gustaba porque no encuentra razones. Sabe y sabía y
siempre supo también que la explosión fue grande pero nunca alcanzaría la
magnitud de su amor.
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publicado por
guidor88 a las 11:20 · 1 Comentario
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03 de Septiembre, 2010
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Bastó que lo dijeras para que lo
hagamos. La noche se prestaba con una predisposición veraniega, casi
primaveral. La brisa leve sólo refrescaba apenas nuestras caras y
contrariamente a la actitud esperada para un 4 de julio, nos gustaba que corra
algo de viento. No voy a negar que tenías razón. Que abajo de la luz, la noche
no se dejaba apreciar en plenitud. Muchas estrellas aprovechaban para
escurrirse de nuestro plano visual pero volvían estáticas a sus lugares cuando
lográbamos cubrirnos de la iluminación artificial. Imposible descreer de tus
palabras luego de esa noche; definitivamente en tu pueblo carente de la
tormenta urbana, observar con atención el cielo con vos al lado podría llegar a
ser una experiencia de una hermosura que ni Cortázar (disculpe maestro)
lograría describir. Nos acostamos sobre un pasto cuidadosamente analizado para
no llevarnos ninguna sorpresa al levantarnos (como ya alguna vez te la habías
llevado. Los risueños de Palermo agradecidos) y ahí fue cuando enmudecí.
Acordamos la duración de diez minutos que significó una de las tantas batallas
que la práctica le ganó a la teoría (los dos sabíamos que tan poco tiempo ante
tamaño espectáculo podía ser no más que palabras trasladadas por el cálido
aire). El viento continuaba su tenue andar y en la contemplación del oscuro con
pizcas de claridad comprobé nuevamente que no hay nadie a quien ame más. Fueron
algunos minutos de silencio, en simple acto de observación. Aún el árbol que
apenas estorbaba la visión parecía encajar poéticamente en ese contexto. Sin
ánimos de cursi filósofo puedo asegurar que las bocinas de los autos eran dulces
acordes de guitarras con incesante melodía. Y nosotros dos ahí. Abstraidos por
completo de nuestro alrededor, sin importar nada. Suena a frase hecha pero fue
así. En todo ese tiempo que el pasto debió tolerar nuestros cuerpos en
apreciación de la noche y luego el mío dirigido hacia el tuyo; en apreciación
del ser más hermoso del mundo: vos. Algún beso logré sacarte y con esfuerzo te
conté sensaciones que intentaban acercarse a mis sentimientos. Todo fue
absolutamente más simple, ya que en la contemplación de tus ojos todo es
posible. Entre risas, besos y palabras de amor me mostraste un equívoco punto
rojo que yo me empeciné en corregir haciendo que te salude desde su verdadera
ubicación. Una pareja de interminables soñadores, con un amor imposible de
extinguir. Eso somos. Vos y yo. Nosotros dos. Y nos acostamos a mirar las
estrellas...
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publicado por
guidor88 a las 21:23 · 3 Comentarios
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26 de Agosto, 2010
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Lo
vio ahí parado y se estremeció. Su piel no tardó ni lo que la angustia ante una
mala noticia en erizarse. Se sumergió en un mar de dudas que sólo se disiparían
al momento del contacto con él. Ese que ahí vio parado y generó el
estremecimiento empecinado en quedarse al menos unos segundos más que parecerán
años. Letras, palabras, oraciones, imágenes cruzarán por su mente mientras lo
ve parado ahí y se estremece. Sabía cuál era su obligación. Tenía en claro que
la tortura no cesaría hasta su cumplimiento. Era su exclusiva responsabilidad
cambiar incertidumbres por certezas. Y él ahí parado. Esperando. A sabiendas de
lo que iba a venir.
Lo
vio ahí parado y se estremeció. Nunca le gustaron esos momentos cruciales en
que de un segundo a otro todo se define, todo cambia y lo acontecido se vuelve
vapor con la consiguiente solidificación del momento reciente. "Que
ingrata es la vida" concluyó algún día lleno de misiles contra su persona;
"Si hasta ayer se suponía que no había nadie como yo...". Cambió su
mueca de preocupación por una sonrisa nerviosa pero inevitable ante su mirada
repentina. Antes no miraba. Ahora sí. Ahora cruzaban atentas miradas pero sin
dejar de intentar evadir el momento.
Cuando
se percató de su mirada no pudo evitar sonrojarse. El siguiente acto inevitable
llegó a la brevedad cuando cayó en la cuenta de que se había sonrojado. Ahora
él sabría de sus nervios. Sabría los pensamientos, las sensaciones que cruzaban
por su cabeza y los insectos malditos que revoloteaban en su estómago y le
dejaban en claro la importancia de ese instante. Imposible pasar por alto esos
nervios. Imposible pasar por alto cómo se reflejaban en su cara reflexionó. Se
consolaba pensando que las cosas no necesariamente debían terminar mal.
"Es algo perdonable en definitiva. Nada que nadie no pudiera olvidar y
seguir adelante" trataba de autoconvencerse. Era cuestión de acercarse y
definirlo. La espera se estaba haciendo eterna y agónica.
Todo
cambiaría luego de ese momento, lo sabía. Dependía sólo de su tacto y su
reacción y debía asumir la responsabilidad que se le había adjudicado, a pesar
de que creía en su inocencia dentro de lo que había sucedido (a pesar de lo que
muchos decían); dentro de lo que decantó en esa instancia maldita y con una
capacidad para generar nervios pocas veces vista.
Para los demás el mundo sigue su
curso. Los movimientos de rotación y translación no cesaron, aunque sabe que
hay quienes están interesados en lo que le pasa y esperan expectantes la
resolución. Todos aconsejan como experimentados pero pocos estuvieron alguna
vez en esa situación. Todos creen saber qué hacer y esperan que así se proceda
pero no se encuentran ellos frente a la magia inherente de ese momento, ese
lapso. "Son segundos nada más" se vuelve a explicar pero no logra su
total convencimiento, aunque sabe que a más tardar en unos días ya todo iba a
quedar en el simple y mero recuerdo.
Sabe que la atención de mucha gente
recae en ese momento que fatalmente va a vivir, que está viviendo y parece no
tener intenciones de terminar. Quienes le aconsejan también sienten el miedo
emerger e instalarse dentro suyo como una roca que les revuelve el estómago. Lo
sabe. Y ellos saben su situación también aunque prefieren dudarlo. El Galle le
aconsejó, su mamá antes de salir de casa (¿Será posible que siempre sepa todo
la vieja?) y su papá hizo lo propio (No se podía borrar en esta, ambos sabían
que se necesitaban).
Sonó el silbato.
Él pateó.
Él se tiró.
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publicado por
guidor88 a las 20:07 · 1 Comentario
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15 de Agosto, 2010
· General |
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Mirarte a los ojos fue quizás mi
primer error. Te sonreí con la mirada y vos tal vez por un simple acto-reflejo
me devolviste una sonrisa tan brillante que hasta a astrólogos podrías haber
hecho dudar de su profesión. Fueron segundos o ni siquiera eso, pero como
aquella imagen de un pequeño hombre derrotando, humillando a todo un pueblo
luego de que siete de ellos no puedan derribarlo, se me quedó grabado en un
disco rígido imposible de formatear. Como cosas de la vida podrían minimizarlo
algunos. Sucesiones de hechos uno tras otro por relaciones infinitas de
causa-consecuencia. Pero esa sonrisa era distinta. No podía entrar en la simple
generalización en que recaen vanos e insulsos actos. Como para enmarcarla, mirá
lo que te digo. Y ahora no hay vuelta atrás, claro. Lo ignorado se cruzó en el
camino de mis pupilas y sabiendo que existía ya no podría dormir más. Siempre
me pregunté si estas cosas cautivarían a otros ojos también. En realidad no lo
dudo pero querría saber si el efecto siempre es el mismo.
Observarte
con tanto detenimiento me hizo caer en la cuenta de que tu soporte, la mano que
a palma abierta sostiene la obra de arte más bella jamás pintada, genera lo que
muchos creerían imposible: darte un aire aún más encantador que el que a todos
lados te acompaña. Desparramando dulzura a paso firme con una suavidad color
celeste caminás tus días sin darte por enterada que iluminás los caminos que
otros después van a andar y seguro van a saber que pasaste por ahí. Si mi
primer error fue mirarte a los ojos, el segundo fue hacerlo de nuevo. Si fue
para confirmar la ilusión que había creído ver lo logré, si fue simplemente por
placer también mi cometido estaba cumplido. Con tan solo un cuarto de tu
belleza creo que alcanzaría hasta para que mis viejos se vuelvan a juntar y
quizás en un atropello de tu angelical imagen hasta se volverían a querer. Y
todo simplemente por tu eterna mirada y tu andar.
Te levantaste y supe que era ahí
o nunca. Yo todavía no había pagado, mi cuaderno seguía abierto y confieso que
siempre odié dejar ideas a medio terminar. Así como comienzo con la escritura
pretendo terminarla en ese mismo momento, sin previamente haber cerrado el
cuaderno. Ésta era una situación especial de todos modos, pero entre mi titubeo
y la poca convicción que caracterizan y caracterizaron mis 25 años de
existencia logré contemplar tu acto de salida hasta en su más mínimo detalle.
Corriste la silla y sabías que muchos te estábamos admirando, sin embargo como
un girasol en la noche no dejaste de mirar hacia abajo ignorando todo lo que te
rodeaba, sean estrellas o nubes. Tomaste tu abrigo y en un solo movimiento le
agradeciste y saludaste al mozo y vi cómo desparecías por la puerta. No sé si
fue por lo anonadado que estaba pero hoy en día sigo jurando que el tiempo se
frenó durante tan divino acto como lo fue tu andar. Los autos dejaron de
correr, la gente de caminar y nadie se percató que todas las luces del mundo
estaban apagadas, que tu brillo iluminaba hasta los rincones más oscuros.
Con
los ojos todavía algo entrecerrados y sin tener la certeza de estar
verdaderamente despierto apreté el primer botón que encontré en mi desesperada
búsqueda por cortar el sonido del celular. Nunca me fue de lo más grato
levantarme tan temprano un lunes pero siempre fui consciente de las
obligaciones asumidas. Los 20 minutos más tarde que había programado el
despertador la noche anterior fueron un vano intento por apaciguar mi
cansancio, que se vio secundado en la búsqueda de mi mal humor por la
infaltable suciedad de mi cocina: ni una sola cucharita que no repose en la
pileta y las seis tazas – obviamente todas utilizadas por el bebedor de café
empedernido de ese hogar – con el agua marrón clara de aspecto sucio hasta el
tope. Al ver esa imagen nadie me hubiese creído que hacía meses nadie me
visitaba. Con la valentía que me caracteriza emprendí mi enfrentamiento contra
la vajilla y aquellos bichos pequeños que de a poco me iban ganando el
departamento.
El
infaltable cigarrillo de camino al trabajo tiñó de melancolía esa mañana de
pisos marrones y amarillos crujientes de otoño. Nada nuevo. La depresión
aparece y desaparece a piacere en mi vida, no siempre otorgando excusas
válidass para su llegada y posterior estadía. Difícil fue o hubiese sido no
sorprenderme ante tan caótico escenario encontrado en la oficina a esos
horarios propios de quienes merecen dos feriados por el día del trabajador. 7
de la mañana y la vieja Marnídez ya encontraba razones para subir el volumen
con el siempre derivador de responsabilidades Garnier. Por supuesto. El primero
que cruzara por los cuatro ojos expectantes sería quien sufra las
consecuencias. Con el poco humor que me quedaba miré sarcástico la fecha para
continuar mi larga e infructífera lucha contra las creencias religiosas y el
escepticismo: no es martes 13; punto para mí.
Las
4 de la tarde se hicieron esperar como nunca antes pero lograron mi momento de
felicidad mayor: el período más largo hasta volver a ese escritorio al día
siguiente. Cuando me voy recuerdo siempre por qué sigo ahí. Las diez cuadras
hasta mi casa no son rival digno para mis ganas de caminar y en Villa Urquiza a
esa hora no circula demasiada gente. El caos escolar se ve venir y ya son
varios los vehículos estacionados en doble fila que entorpecen el tránsito pero
las bocinas no llegan a producir ni la mitad de los ensordecedores ruidos del
Microcentro. Escuela Nacional Nº9. Siempre que paso por su puerta me inunda la
angustia por esos niños. La formación cada vez es peor y en la casa no creo que
ayuden mucho; me atrevería a decir que esos pibes de la puerta acortándose la
vida con alquitrán no llegan a los 14 años. A los 17 fumé mi primer cigarrillo
entre ansiedades, nervios y tristezas: el mismo día que se separaron. Por eso
al transitar esas calles no puedo dejar de darme aires de sociólogo y concluir
que debido a la cada vez más temprana separación de los padres, las empresas
tabacaleras ganan la batalla en una edad menor. A los 17 se separaron pero
siempre me atormentó el sentimiento de que desde mis 11 más o menos ya no se
toleraban pero siguieron por mi bien, o al menos creyendo eso.
Abrí
la puerta del departamento abstraído y sólo mis concubinos corriendo en todas
direcciones en busca de refugio en la cocina lograron hacerme aterrizar
nuevamente en el mundo real. Pro primera vez luego de meses de convivencia me
quitaron las ganas de permanecer ahí y tomar mi café diario frente a la
ventana. Principio de mes, eso me habilita a mimarme fuera de casa también; no
me cambié y emprendí camino hacia la confitería no sin antes prender un
cigarrillo. Algunas cuadras tuve que caminar. Aquellas confiterías en esquinas
de avenidas no eran mi estilo; todo muy iluminado, brilloso y con el aspecto
moderno que lo invita a uno a irse apenas llegó. A mitad de cuadra cruzando
Colodrero encontré un sucucho que parecía no haberse enterado de las
privatizaciones salvajes, la globalización y todo lo que conllevó para la
Argentina que durante la década del 90 podamos viajar todos a Miami y ser cool.
Las ocupadas ventanas me obligaron a investigar un poco más de ese lugar con la
iluminación justa para poder escribir un nuevo cuento en mi obsesión. Siempre
me pareció de lo más relajante y placentero la escritura pero me conduce a la
autoexigencia personal de no dejar las ideas inconclusas: lo que empiezo a
escribir cuando pido el cortado en jarrito con una medialuna, lo finalizo antes
de pedir la cuenta para ya tener el cuaderno cerrado y el cuento terminado.
Si
habrá sido porque desgraciadamente – o afortunadamente – no tenía azúcar en mi
mesa o, porque sentí que una luza no artificial iluminaba lo que en un
principio catalogué como una cueva, no lo sé pero justo en ese instante en que
corrió una brisa suave arrastrando las pocas hojas que le quedaban al árbol de
afuera te vi. Mirabas por la ventana como quien espera la lluvia para irse a
dormir, una espera placentera y atenta pero en abstracción. Te vi y no pude
dejar de mirarte. Indefectiblemente debí abandonar mi escritura porque ésta no
era una mera distracción; era lo que todavía en mis días sigo pensando como la
mujer más hermosa del mundo. De una belleza espléndida, radiante pero una
sencillez digna de quien no es consciente lo que genera en su entorno. Nada de
eso, la humildad se reflejaba en tu rostro, así como en el mio debía ser
evidente la falta de palabras para definir las sensaciones que me acosaban. Mi
taza se fue vaciando pero siempre con mi mirada absorta en vos hasta ese
momento en que las palabras dejaron de faltarme; las palabras comenzaron a
sobrar, caían en cantidades, de una manera que hasta quizás parecían carecer de
valor a pesar del sentimiento que acarreaban. Millones de líneas pude escribir
sobre ese momento, ese punto de inflexión en que nuestras pupilas se cruzaron.
Mirarte a los ojos fue quizás mi primer error. Te sonreí con la mirada y vos
tal vez por un simple acto-reflejo me devolviste una sonrisa tan brillante que
hasta a astrólogos podrías haber hecho dudar de su profesión.
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publicado por
guidor88 a las 19:31 · 2 Comentarios
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04 de Agosto, 2010
· General |
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Y
mirá, si querés que te diga lo que tenía ese pibe te me vas a reir. Me vas a
mirar con una mirada a carcajadas y te vas a burlar del término con que lo
describo. "Cultura de furgón" papá. Eso tenía. Porque no es una
pavada lo que te digo. Hay que subirse ahí. Con el suelo metalizado y sucio,
ese vagón que parece para trasladar vacas y que no existe sin paredes rajadas
con firmas de cuanto fanático del balonpié por ahí pasa y declarando que los
del otro bando son Personas Unidas Tras Oportunidades (o sus iniciales: PUTO).
Hay que saber entrar con la autoridad suficiente para decir "acá tengo mi
bici y si no hay lugar libre la apoyo sobre la tuya". Porque en ese
momento no te puede temblar el pulso. Si encarás titubeante tu entrada al
furgón te comen. Es así nomás eh. No es cosa fácil entrar y saber (tener en
claro) que un lugar ahí es tuyo. Y el pibe se subía en Belgrano encima ¡En
Belgrano! ¿Te imaginás? ¿Con esa cara de nene bien, así rubiecito y de ojos
claros entrando al furgón en la estación más coqueta o como dicen ahora
"top" del recorrido? En San Martín cualquiera se sube. Ahí somos
todos pibes con calle, pero el que entra en Belgrano tiene que estar muy seguro
de exteriorizar convicción y convencimiento de que uno pertenece ahí. De que no
le hace falta sentarse en los asientos aterciopelados mirando en la dirección
que va el tren porque si no se marea. No querido, para entrar ahí tenés que
tener esto que te digo, cultura de furgón. Y no es tampoco una cuestión que
todo el mundo se droga, anda escupiendo, fumando. Na, esos son todos mitos
urbanos. Ahí adentro ni intercambiás miradas. Los muchachos sabes que no hay
mucho que mirar, somos todos del mismo palo. Tal vez, si se te da por sentarte,
el de al lado te conversa. Pero son charlas de bicis, charlas de furgón. Quizás
ligás una galletita de arriba por escuchar el sermón, pero no por compromiso
eh. Ahí no existe eso, ahí si no te quiero convidar, no tengo que buscar
justificaciones. Con excusas andá al tipo bien que va en el vagón de la
familia. El que va de traje y si te empuja le importa un carajo porque él es el
poderoso ahí. Vos estás de elegante-sport y él el sport se lo deja en la casa
para jugar a la pelota los sábados a la mañana. Pero ojo que no es la ley de la
selva en el "vagón atípico". Ahí hay una solidaridad que uno piensa
"la pucha si fuera siempre así...", pero pasa por lo que te decía antes,
son gente sin altanerías. Ahí somos todos iguales, somos todos de barrio. Ese
barrio que tanto le falta a la gente de hoy. Y hasta tal vez ni te entienden a
qué te referís pero es porque no lo viven, no lo sienten ni lo sintieron nunca.
Eso me sorprendió de este pibe. Entró en Belgrano con una bici sin pie y
asiento descuajeringado. La vestimenta te la puedo calificar como normal,
porque tampoco estaba hecho lo que se dice un villero viste. Pero llamó la
atención. Belgrano, rasgos gringos. Nadie observó demasiado, así es el furgón,
pero como tengo años de esto, sé qué es normal y qué no. Una vez hablando con
el Roque (un muchacho paraguayo de unos 30 años que trabajaba en una
construcción en Balvanera. Nos conocimos ahí yendo a Retiro), él me aseguraba a
muerte que el tipo que se sube en Belgrano al furgón tenía que ser de color
¿Sabés? Yo le creí, claro. Era de la misma opinión. Pero por eso sé que este
rubio levantó varias perdices. El pibe encaró, apoyó la bici como si estuviera
en su mansión de Recoleta y se sentó a mirar a través de la puerta, echando
ojeadas a un libro de Fontanarrosa que sostenía con la diestra. Primer rasgo a
destacar. Porque si el tipo de traje lee a Borges y yo no lo voy a entender, no
lo quiero ver con un libro del Negro porque no va a cazar un puto código ¡Qué
tipo el rosarino ese! ¡Cuánto vestuario y fútbol abajo de la autopista que
tenía!
Después
el pibe se ganó el respeto que nunca buscó - porque sabía que ni le hacía falta
- cuando el guarda entró a nuestro vagón. Ni se le escapó una mirada. Las
letras de su libro seguían sintiendo su atenta mirada. El pibe como si nada
pasara siguió leyendo. Así como te lo digo. Ni se mosqueó. Yo en esa época
viajaba mucho y al pendejo no lo había visto nunca, pero parecía tener
clarísimo que el guarda ahí va de paso. Nunca vi un tipo que se atreva a pedir
boleto ahí ¿Pero sabés por qué no? Porque no había uno solo con cultura de
furgón. Cualquiera de esos vigilantes nos pedía boleto y cantaba las cuarenta.
Además ese día era Martelli el que estaba y ni él lo conocía al gringo. Mirá
que Martelli tenía más años ahí que el mismo tren. Pero la cuestión es que le
chupó un huevo la entrada del chancho. Faltando pocos metros para la llegada a
Retiro - en ese tramo en que nadie sabe nunca cuánto falta - se levantó, agarró
del manubrio su bici y se posicionó frente a la puerta como un experimentado.
Te digo que nunca vi algo así y tampoco lo volví a ver porque ese día fue
cuando quedé así con estas piernas de juguete por el colectivero ese hijo de
puta del 100. Ahí nomás, en la esquina de Libertador me levantó de una manera
que tengo que estar agradecido de seguir en el baile. Pero no te voy a contar
esa historia ahora porque recién te conozco y ya te desayuné con la del pibe
del furgón ¿Cómo era tu nombre pibe?
"Francisco.
Igual le tengo que admitir que cuando apareció Martelli se me frunció bien el
orto, había llegado con lo justo a esa estación de mierda para ir a la facultad
y no pude sacar el boleto porque perdía el tren. Suerte que tenía el libro para
hacerme el boludo".
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guidor88 a las 21:11 · 8 Comentarios
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