Se caía y miraba. Observaba el ocaso de
su alrededor. Caía la noche y las nubes ganaban la batalla a unas estrellas que
atónitas contemplaban su derrota desde posiciones lejanas. A la deriva se
encontraba su cuerpo, naufragando por el resto de sus días. Lo que ayer había
sido un sueño, una ilusión, mutó a polvo en cuestión de segundos; se desvaneció
y el vacío atropelló todo lo que quedaba, lo que alguna vez hubo. El
pensamiento lo agobiaba. Miraba el horizonte con pupilas sin rumbo. Una a una
con lentitud obsesiva caían saladas aguas desde sus ojos verdes ya hinchados e
incrédulos. No sabría cómo seguir, no sabía cómo seguir. Aquel camino
cuidadosamente esculpido, ese camino que se dibujaba entre árboles de copas
altas y verdes con una salida final ahogada de sol se esfumó repentinamente.
Numerosos años disfrutaron juntos.
Entre peleas y sonrisas lograron construir una vida juntos que parecía
interminable. Desde el comienzo de su noviazgo, ambos juraron tácitamente la
fidelidad hacia el otro y así fue. Al principio reinó la ambición de dormir
juntos cuanta vez se pueda; era una buena imitación de un futuro que ambos
soñaban y los tenía juntos conviviendo. Soñaron hijos, una mascota y tardes de
mate y sol. Supieron vacacionar en playas con soles y mares que invitaban a las
más bellas sonrisas de María. Sin embargo su primer viaje fue hacia el norte
argentino. Tal vez fue en ese momento que todo lo prometido se selló. Se
afianzó la relación no dejando margen a la duda de que siempre estarían juntos.
Quince días transitaron por calurosos valles que inequívocamente calificaron
como paradisíacos y que los vieron ebrios llenándose de amor en las noches. A
pesar de la cercanía del sol cuando trepaban a altas montañas, tanto ellos como
Febo sabían positivamente que él no era más grande que el sentimiento
compartido por estos dos risueños soñadores eternos. Llegó el tiempo en que
compartían todo y cada uno era dependiente del otro. Sus vidas giraban en torno
a sus mitades separadas que ellos juntaron a fuerza de amor puro. Sus familias
los aceptaron con la facilidad con que un tren va de una estación a otra. Fue
todo casi automático, inmediato debido al evidente sentimiento que compartían y
se veía reflejado en ojos brillosos.
Todo eso recordaba Germán esa noche ya
nublada y próxima a la lluvia. Pensaba en ella y lo acechaba constantemente con
esas sonrisas llenas de felicidad, sonrisas con los ojos, ojos que no mienten.
El pensamiento de que “de eso se trata la vida” o de que “a todo el mundo le
pasa” no lo consolaba en lo más mínimo. Pasaba su primer noche, después de
décadas juntos, sabiendo que no la tenía y tampoco la iba a tener; se había
ido.
“Nunca fui partidario de hacer las
cosas por la mitad, lo sabés. Siempre intenté llevar a cabo mis planes (y los
tuyos) en plenitud. Hoy en día no te tengo, te fuiste. Hoy en día el que quedó
por la mitad soy yo. Todos mis planes y mi forma de afrontar la vida se
destruyen por tu ida. Ésta es una mitad que no voy a poder llenar mientras esté
acá. Porque llorando desconsoladamente no soluciono tu partida. El clima no
coopera y arroja estacas de agua como la noche de nuestro primer beso. Pero no
te confundas ni te asustes, yo también me voy a ir. Los cuatro ya están grandes
y bien acompañados; por los más chiquitos me desvivo, pero sin vos no voy a
ninguna parte. Me voy sí. Me voy con vos. Porque me dejaste sin quererlo, sé
que no lo querías porque lo vi en tus ojos cuando me miraste por última vez. Me
voy y que me perdonen pero en algún otro lugar, en la no-vida, como desde
adolescentes lo llamamos, te tengo que encontrar mañana a más tardar. Yo te
hice una promesa y la voy a cumplir como la vengo cumpliendo desde nuestros
comienzos. No va a pasar ni un solo día, jamás, sin que te diga que te amo; ni
la muerte me separa de vos.”